El mar, como podría suponerse, señalaba el final. Pero esta vez, a diferencia de otras, también indicaba el principio. El bravo romper de las olas sobre las afiladas rocas de la costa vasca y las oscuras aguas del Cantábrico marcaban una sobria casilla de salida que pronto acabó desapareciendo a mis espaldas. La meta estaba mucho más lejos, mucho más allá de donde llegaban la vista y la imaginación. Allí donde me encaminaban los anhelos, la meta volvería a formarla la superficie brillante, cambiante y rugiente de otro mar. El Mediterráneo. Y entre medias nada más y nada menos que 850 kilómetros de pura y salvaje roca. Los Pirineos.
El reto imponía: atravesar los Pirineos, recorrer la senda transpirenaica, el GR11, en autosuficiencia. Cruzar esa imponente cordillera, esa descomunal frontera natural que nos separa de Francia y que año tras año me ha ido robando un trocito de corazón había sido siempre un pequeño sueño para el que jamás pensé que iba a estar preparado. Solo me había atrevido a tantearla a pequeños mordiscos en rutas circulares desperdigadas que siempre me dejaban con la boca abierta, el alma feliz y el cuerpo devastado.
A lo largo de los años había visitado Ordesa, recorrido Carros de Foc (Aigüestortes), la Senda de Camille (Valles Occidentales), la Porta del Cel (Alto Pirineo), Cavalls del Vent (Cadí-Moixeró), las Feixas… y nunca me había cansado de esos parajes infinitos, de esos valles imposibles, de esos cortados inaccesibles. Con la paciencia de los pasos había ido descubriendo los secretos de sus pliegues pero no dejaba de ser conocimiento desperdigado, fascículos desordenados e incompletos de una obra mucho más grandiosa que era incapaz de entender.
Quizás había llegado la hora de unir los puntos, tomarme el tiempo suficiente para, si es que algo así es posible, entender un poco más esas montañas. Verlas nacer desde el mar, acompañarlas mientras crecían hasta alcanzar su madurez y despedirme de ellas mientras se sumergían de nuevo bajo las aguas. Caminar junto a ellas todas sus etapas. Conocerlas. Conocerme.
Caminar se ha convertido en un inmenso placer para mí. Una manera de viajar lenta y fascinante, que me permite descubrir el mundo teniendo tiempo para saborearlo mientras el hipnotismo de los pasos me hace perderme en mis propios pensamientos. Tiene el encanto del tiempo, la fortuna de la desconexión y la fascinación de sentir que no son sino mis propias piernas las que lo hacen posible. Infinitos pasos, diminutos ante la inmensidad, añadiendo ridículas cantidades diarias de metros que sin embargo se transforman en una travesía épica, donde ninguno de esos pasos fue dado en balde. Al final, todo tuvo sentido.
Lo tuvo a pesar de los momentos duros, esos que solo se sufren en el momento, pero que la mente suaviza con el tiempo. La experiencia siempre arroja perspectiva y en esta ocasión ni los eternos miedos que cohabitan con uno mismo ni la ya sombra de las dudas me asolaron con la idea del no puedo más. Ya sabía que podía. Sabía que en esos momentos en que las fuerzas se quedan reducidas tan solo una idea intangible solo tenía que centrarme en el siguiente paso. Ya había estado ahí antes enfrentándome al agotamiento, a los imprevistos y a las incomodidades. Si ya los había vencido una vez, ¿por que no iba a hacerlo de nuevo?
Cuarenta y un días, ochocientos sesenta y dos kilómetros y medio después, con más de cuarenta y cinco mil metros de subida y otros tanto de bajada después, un cuerpo mucho más delgado, más fibroso, más demolido, más cansado, irreconocible tras unas gafas rayadas, una ropa sudada y una barba frondosa y canosa ponían pie en la última roca de Cap de Creus, volvía a escuchar el rugir de las olas contra las rocas y miraban de nuevo al mar oscuro. Lo había conseguido.
Esa foto final no es tan solo la foto de un instante. Es una foto moldeada con viento, con lluvia, con piedras, bosque y nieblas. Es una foto formada por cumbres gélidas y ríos helados, por noches bajo la lluvia, pies mojados, barro y soles sin sombra. Es una foto que solo es posible porque antes existieron lagos, cascadas, prados y selvas. Es una foto que no oculta entre la abrumadora alegría del recuerdo sus dosis de frustración y de duda. Es una foto que aunque no puede guardar los sonidos, los sabores, las texturas resume el privilegio de vivir un mes y medio intensamente.
No hay nada más.
Entre el 2 de Agosto y el 11 de Septiembre de 2024, estuve recorriendo en su totalidad, desde Cabo Higuer hasta Cap de Creus, el GR11, la senda transpirenaica que recorre las laderas sur de los Pirineos. Solo puedo tener palabras de agradecimiento para Sara, Irene y Alberto que lo hicieron antes que yo y cuyos consejos y ánimos me valieron para convencerme de que era una reto alcanzable. Gracias, no podría haberlo hecho sin vosotros.
Gracias también a toda la gente que me fue siguiendo por Instagram y por Twitter, por las palabras de ánimo y por haberme hecho compañía en tantos momentos de soledad. Por cierto, que tenéis todo el viaje, detallado día por día en los destacados de Instagram.
Y por último gracias a mi querido Mauro por el préstamo de su diminuto Vanguard y a la gente de Sony España, en especial a Jorge Gállego, por haberme cedido una Sony a6600 con un objetivo 18-135mm que se ha convertido en un lujo de equipo ligero para este tipo de viajes. Todas las fotos que aparecen en este post y todas las que vengan de la transpirenaica están hechas con ese equipo.
Mil gracias.