Camille ya no existe.
Camille murió. Murió de viejo. Y cuando finalmente se marchó dejó a los Pirineos huérfanos de su especie. Camille fue el último de los osos pardos pirenaicos. Siguió la lánguida senda que habían recorrido años antes Canelle y Papillón. En 2010 desaparecieron de la faz de la Tierra.
Los Pirineos siempre han acogido al oso pardo que ha vivido en sus bosques y caminado entre sus valles. Cuando comenzó el siglo XX su población a lo largo de la cordillera rondaba los doscientos ejemplares, un número que fue decayendo a lo largo del siglo, hasta que en 1996 un programa de recuperación introdujo osos de Eslovenia. A pesar de que se consiguió que se adaptaran y reprodujeran a día de hoy su censo a lo largo de toda la franja montañosa debe estar alrededor de los 50 ejemplares.
Camille, por lo tanto, recorrería durante sus 25 años de vida esas tierras. Caminaría por la franja pirenaica de la comarca de Jacetania, donde se encuentran los Valles Occidentales de Pirineos, comenzaría por el Valle de Ansó en el límite entre Navarra y Huesca, atravesaría el Valle de Hecho y el Valle de Aragües del Puerto hasta llegar a Somport en el Valle de Aisa. Después, ignorante de fronteras que marcaran su reinado también cruzaría las cimas hasta el terreno francés del Valle de Aspe y vagaría por su bucólico entorno.
O al menos eso dice la senda que lleva su nombre. Esta senda, La senda de Camille, que he pasado una semana descubriendo en un deseado y ansiado retorno a la montaña en este año, este 2020 tan raro, tan incómodo de vivir, tan molesto de viajar. Necesitaba la montaña y encontré al fin la oportunidad para animarme a completar esta larga travesía de siete etapas que me rondaba por la mente y el alma desde hacía ya algún tiempo.
Y que acierto. Ha sido una oportunidad preciosa de descubrir una zona de la que apenas sabía nada. En este año en que la montaña ha sido el reclamo turístico de tanta gente ha sido una delicia encontrarme con este recorrido tan puro, tan bonito, tan salvaje, casi en exclusiva para mí. No fui el único inquilino de esta ruta circular pero el aforo limitado impuesto por el COVID ha hecho que seamos muy pocos. La mayor parte del tiempo la he caminado solo. Que placer.
Paso a paso he ido descubriendo cimas calizas, pastizales, valles glaciares, ibones y agujas de piedra y roca en un entorno apabullante, de una dimensionalidad superlativa, adornado con hayedos, robledales y pinares, bajo un sol que cuando lo salía lo hacía sin misericordia y cuando le cambiaba el humor se arropaba entre la niebla más densa. Paso a paso, a pequeñas gotas, he ido rascando metros hasta completar los algo más de 120 kilómetros y sus 7000 metros de desnivel acumulados de subida y otros tantos de bajada.
No ha sido fácil. Y en ocasiones ha sido, largo, tedioso, con etapas que me han dejado extenuado. Pero lo he disfrutado como pocas veces, maravillado por una orografía sobrecogedora, de formas irreales, de espacios infinitos. La rocosa fortaleza del Castillo D�Acher, la conquista del Bisaurín, el lago de Arlet bañado por el intenso sol dorado del amanecer o las Agujas de Ansabère saliendo de entre la niebla después de suplicarlas durante largo rato.
Volver a la montaña es mi brújula. Es mi norte. Es mi manera de rumiar el mundo, de tener el tiempo para encontrarme con mis pensamientos en el trance de los pasos, la respiración y los desniveles. Vivir entre cumbres, envidiar a los buitres rompiendo el silencio del aire con sus alas, agradecer la sombra de los bosques, memorizar las curvas, los pliegues, saciar la curiosidad de saber que habrá al otro lado de ese collado, contemplar desde un mirador los pasos que quedan atrás y guiñar un ojo a los picos, a esos que ya conoces.
Ahora, de vuelta en Madrid estoy sumergido entre fotos. Entre esas memorias incompletas incapaces de captar el viento, helado en algunas ocasiones y salvador otras, el olor de la tierra, de la hierba, de las bestias, el frío del sudor, el cansancio o el dolor de los músculos al terminar la jornada y que sin embargo abren los cajones del recuerdo de cada paso.
Bucearé unos días entre ellas y volveré a este folio en blanco para ponerlas en orden, para intentar domar los pensamientos salvajes que se han venido conmigo. Para intentar acercar este pedacito de mundo a todo aquel que tenga el valor y el ánimo de conocerlo.
Camille lo sabía. Caminó esos mismos parajes durante 25 años y cuando les dijo adiós seguro que lo hizo con un nudo en el estómago.
Al igual que yo.
Madrid, 13 de Septiembre de 2020.
Más información: La Senda de Camille
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Hola Ignacio,
Vuelta a las montañas, a los senderos, a la fotografía de paisajes,a escuchar el silencio de las montañas… Por fin algunos podemos disfrutar de lo que nos gusta. Y poder admirar otra vez esos parajes por los que te mueves y compartes.
Me encanta el párrafo en el que dices :»Volver a la montaña es mi brújula. Es mi norte. Es mi manera de rumiar el mundo…».Cómo me identifico con él.
¿Vuelta a la «normalidad»? ummm, no sé… por lo menos algunos lo intentamos ;-)…
Un abrazo!
Hola Ignacio… estamos esperando con ansiedad tu nueva serie de relatos de las etapas de la Senda de Camille, para disfrutar del texto descriptivo de la ruta, tu buena prosa y de las magnificas fotos que lo acompañan.
Saludos
Precioso relato acompañado de imágenes que dan ganas de salir a visitar esas zonas.