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El Fuji, el monte más alto de Japón, un volcán tranquilo que no ha entrado en actividad en los últimos 300 años, con sus 3776 metros de altura ha sido siempre un lugar sagrado para los japoneses. Ha inspirado desde la Antiguedad a numerosos artistas (como los magníficos grabados de Hokusai) y es uno de los iconos más reconocibles de este país asiático.

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Se dice que el primero que lo ascendió fue un monje anónimo en el año 663 y no fue hasta el 1860 que un extranjero (el inglés Sir Rutherford Alcok) llegó a su cumbre. Ahora es uno de los principales destinos turísticos y favoritos de los amantes del alpinismo y aunque hasta el siglo XIX estuvo prohibida su subida a mujeres, ahora se puede encontrar a mucha y muy variopinta gente de todas las edades y nacionalidades escalándolo.

Dada la popularidad del monte y de su escalada, su escalada parece más una procesión en donde no cabe nadie más, especialmente los fines de semana, así que decidimos atacar al monte entre semana. Rapidamente nos dimos cuenta de que a pesar de no ser un día festivo, no ibamos a tener el monte para nosotros. Los autobuses se amontonaban en el punto de salida, la quinta estación de las diez que forman ruta Fuji yoshida-guchi a 2400 metros de altura y a donde habíamos Llegado vía Kawaguchiko tras coger uno de los primero autobuses de la mañana desde Shinjuku.

Ciertamente, la subida prometía muy poco. El tiempo había sido horrible durante los últimos días y las previsiones metereológicas no tenían intención de cambiar. Además sobrevolaba por encima la noticia de la muerte de un alpinista un par de semanas antes víctima de un rayo, así que no estabamos para hacer heroicidades. Se subiría hasta donde se pudiera y si no se podía pasaríamos a remojar nuestros huesos en un Onsen, lo que tampoco sería un mal plan.

A parte de la machada de subir al Fuji y ponerte una medalla que diga «Lo hice! Y nunca más!» uno de sus mayores atractivos es el ver amanecer desde la cima, así que a pesar de la niebla y una pequeña capa de lluvia que caía comenzamos la subida cruzándonos en el camino con toda la gente que había subido el día anterior al Fuji, que volvían con caras descompuestas y arrantrando los pies mientras surgían de entre la niebla.

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No era una gran señal, pero ciertamente mucho más rápido de lo que esperabamos llegabamos a la sexta estación con un cielo que se abría como la aguas del Mar Rojo ante Moises, mostrándonos el camino casi vertical hasta la cima del Fuji. Las nubes se empezaron a quedar a nuestros pies y lo único que quedaba era armarse de paciencia y comenzar a subir bajo un sol abrasador hasta llegar a nuestra parada del día a medio camino entre la séptima y la octava estación.

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Dada la naturaleza de arena volcánica de la montaña, subir es bastante complicado salvo por el camino habilitado para ello, que en bastantes puntos tiene de todo menos de camino y es bastante habitual acabar haciendo el gollum y agarrándote con pies y manos mientras intentas buscar en mejor paso entre las rocas.

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Orcosss no conoceeeen
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Este arduo camino hasta la cima está plagado de pequeñas casitas que hacen las veces de refugio, al mismo tiempo que sirven comidas y bebidas a los que por allí pasan, a un precio como cabe suponer nada económico. Llegamos a nuestro refugio a eso de la una y media de la tarde, donde nos tumbamos para coger fuerzas mientras esperabamos la hora de la comida.

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El plan era bastante sencillito. Tras comer, echarse a dormir y levantarse a eso de las once de la noche para continuar las entre cuatro y cinco horas de subida que restaban hasta la cima con tiempo suficiente para poder ver la salida del sol en el pais del sol naciente.

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Claro que no contabamos con varios imprevistos. El primero es que fisiologicamente el cuerpo no está preparado para meterse a dormir a pierna suela a eso de las cinco de la tarde y por mucho que uno se esfuerce si no le apetece dormir pues no se duerme. Y lo segundo es que nuestro alojamiento fue invadido por una excursión de adolescentes, a los que la fisiología se unía con su habitual hormonación masiva y se dedicaron a romper los pocos momentos de silencio que teníamos. ¿Por qué nos dejamos la katana?

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Resultado: comenzamos la subida no muy descansados y comenzamos la parte más dura de la subida bajo un cielo completamente estrellado donde de vez en cuando una estrella fugaz sobrevolaba por encima de nuestras cabezas y donde poco a poco y pasito a pasito, cada ver era más patente la disminución en la cantidad de oxígeno en la zona. Optamos por un ritmo lento y seguro, al compás de uno de los múltiples guías que llevaban grupos hasta la cima.

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Luz roja: guía, luz blanca: sufridor
Cruzamos las doce de la noche y con ellas felicitaciones y tirones de orejas variados a 3.100 metros de altura, a sólo dos kilómetros antes de la cima y… tres horas de recorrido. Os podréis imaginar la velocidad de tortuga reumática que se gasta en esa autopista.

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El frío y el cansancio si que hacían mella en nuestros cuerpos y la cima cada vez más cercana se empezaba a ver cada vez más lejos. Las cabezas empezaba a doler y aunque no hicieras esfuerzo el pulso se aceleraba en un intento del cuerpo de meter algo más de oxígeno al cuerpo hasta que conseguimos alcanzar la cima. Rendidos y destrozados y con más de media hora de tiempo hasta que el sol se asomara por el horizonte. Habíamos llegado!

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Este tiempo, el más frío de la noche y situados además en la cima, donde más fuerte sopla el gélido viento acabó con nuestras reservas de calor mientras nos maravillabamos con las hermosas vistas que poco a poco y en minúsculos y continuados pasitos se iban descubriendo ante nosotros. Bajos nuestros pies, un mar azul de nubes de algodón sólamente roto por alguna cima de montañas colindantes se aparecían y poco a poco iban dejándonos con la boca abierta.

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Creedme que no miento si digo que creo que es el mejor amanecer que he visto en mi vida donde los colores iban tomando forma poco a poco e iban pintando las nubes ante tus ojos, hasta tal punto que el sol, antes de mostrarse, empezó a iluminar de rojo fuego a muchas de ellas por su parte inferior. A-LU-CI-NAN-TE.

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Se asomó el sol por fin en el horizonte ante los gritos y aplausos de la concurrencia, que abarrotaba todo el ancho del monte, viendo como todo el esfuerzo era recompensado llana y simplemente con luz. Era el momento de coger algo de calor en uno de los refugios de la zona antes de emprender la bajada una vez visitado el descomunal crater, boca del volcán cuyo recorrido perimetral puede llevar casi una hora y media. Un agujerito de nada.

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Comenzamos la bajada, que contaba con un factor psicológico muy importante. Parecía que ya habíamos pasado la parte más dura y que ahora «sólo quedaba bajar», pero nada más lejos de la realidad. «Sólo bajar» era la parte más dura. Al cansancio acumulado en las piernas se le unía las bajadas del 30% de desnivel sobre terreno arenosos y resbaladizo en un recorrido interminable que cubre tres horas y media temiendo que tus rodillas y piernas se declarasen en huelga y que te espetaran un «hasta aquí!».

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Tres horas y media que se hicieron interminables a lo largo de una serpenteante bajada que no mostraba su fin. Al final conseguimos llegar, con las piernas reventadas, la moral hecha polvo pero con la sensación de que habíamos sido capaces de hacer algo impresionante y ver algo increíble. Una de esas cosas que hay que hacer en esta vida.

Listos para repetir? Estoo… mmmm… haciendo caso a un dicho japonés: «es de tontos no subir el fuji, pero es de tontos subirlo más de una vez». Pos eso. 🙂

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Más fotos, frías, cansadas y con agujetas aquí.
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