Pocas ciudades han conseguido alcanzar el status de icono de la modernidad de una manera tan abrumadora como Shanghai. Y no es la primera vez: la París del Este que ya debió su fama mundial al potencial de su puerto durante los siglos XIX y principios del XX, fue la elegida como estandarte del gobierno chino a partir de 1990 para mantener un pulso de fuerza contra los británicos. Si ellos habían definido el futuro en las islas que conformaban Hong Kong el gobierno comunista chino no iba a ser menos, su buque insignia en esta competición habría de ser Shanghai.

Durante mucho tiempo esta persecución dió la sensación de dejar a la ciudad en un quiero y no puedo, un intento desesperado por forzar un proceso al que había que mirar con cierta ternura. Los rascacielos empezaban a brotar en Pudong (cuenta la leyenda que al menos un cuarto de las grúas de construcción del mundo estaban allí) como pequeñas flores aquí y allá, sin acompañamiento ni coherencia, mientras la ciudad buscaba reinventarse a través de la copia.

Suele ser una constante en la mayoría de quienes viajan el evitar el regreso a los sitios que ya están en el pasaporte, alegando, no sin razón, todo el mundo que resta por descubrir. En mi caso, de manera inconsciente y nada premeditada me encuentro regresando a los mismos sitios y ejerciendo mis funciones de notario del cambio, con la sensación de que hay lugares como Shanghai que evolucionan por encima de sus posibilidades.

Volví a Shanghai 10 años después y tras pasar una semana recorriendo sus calles puedo constatar que ha sido arrollada por la modernidad. Hasta tal punto que hay una notoria disonancia entre el corte futurista de la ciudad y gran parte de quienes la habitan, manteniendo esa cara de permanente sorpresa, de que pinto yo aquí, a ver que alguien me explique quien ha puesto este tren de alta velocidad donde ayer había un arrozal, de donde ha salido este rascacielos que ayer cuando me fui a dormir no estaba. Shanghai es a día de hoy una ciudad vibrante que ha encontrado finalmente su personalidad en el exceso y abrazando el futuro. Ya no tiene que compararse con nadie. Shanghai es Shanghai. Punto.

Aquí tenéis una lista de todos los post que escribí sobre Shanghai hace 10 años:

Shanghai | La Huella de Occidente | Lujiazui | Shanghai Museum | Yuyuan | Shanghai de Noche

El contraste es evidente no solo para el extranjero, sino también para muchos de los propios chinos que en masivos grupos organizado de turistas se acercan a conocer esa megaurbe con la que poco o nada tienen que ver. No están equivocados, los shanghaianos son los capitalistas en la China comunista, todo allí resuena a negocio, dinero, emprendedores, brilli brilli y copas caras en las azoteas con vistas por encima de la plebe y el mundanal ruido.

Su magnetismo y atracción es irresistible. Millones de personas se acercan a vivir una ciudad excesivamente cara, con la esperanza de en algún momento encontrar un hueco. No es sencillo: no solo por los precios desorbitados, sino porque solo los shanghaianos tienen acceso a la compra de una vivienda allí. Es una de las miles de medidas que tiene este país de mil cuatrocientos millones de habitantes para evitar que el descontrol se apodere aún más de ciudades como Shanghai o Pekín. Cada cual tiene acceso a una vivienda allí de donde es y para los demás, queda el alquiler.

Mucho ha cambiado en estos 10 años en el mundo y en China. Uno de los grandes cambios es por supuesto el internet móvil. Si bien es cierto que el país vive encerrado en un enorme firewall (su auténtica y contemporánea muralla china, que la mayoría de la gente se salta por rutina con una VPN) que le impide una comunicación libre con el resto del mundo, en su interior las relaciones virtuales florecen a un ritmo trepidante. Es complicado por ejemplo explicar a quien no la haya visto que es y que abarca wechat (es complicado incluso para mi que la he visto), una única aplicación que concentra el mundo en tu móvil desde donde puedes chatear pero también reservar restaurantes, enviar flores, dinero, comprar pisos, ver juicios, pagar facturas, dividir y pagar automáticamente el dinero de una cena entre amigos, comprar y repartir lotería, pagar impuestos, hacer y editar fotos, recibir descuentos de las tiendas a las que sigues, reservar taxis� la lista es interminable y el número de usuarios en 2018 ascendía a la escalofriante cifra de mil cien millones (mayoritariamente en China, pero no exclusivamente).

Es solo un ejemplo de tantos. La mayoría de la población se ha acostumbrado al cambio tecnológico sin haber pasado por el ordenador de sobremesa y ahora se puede pagar hasta en los puestos callejeros con códigos QR. Por lo tanto se puede vivir sin efectivo o hacer absolutamente todas las transacciones con un móvil mientras que nosotros, los ahora prehistóricos europeos, los que mirábamos por encima del hombro a China como una fabrica barata de copias, dejamos hace mucho tiempo ya de estar a la cabeza de nada. China ha obrado el milagro de la revolución, dispuesta a dominar el mundo y nosotros solo podremos verla alejarse.

Los milagros no vienen gratis y aunque todos lo saben se suele mirar hacia otro lado o se acepta y se asumen las consecuencias. El coste de ponerse a la cabeza del mundo en apenas unas décadas se ha hecho a base de una mano de obra tremendamente barata y de que sus industrias enloquecidas produzcan una contaminación excesiva. Pekín y Shanghái son ciudades con un altísimo índice de contaminación aun sin ser las zonas más perjudicadas del país. Sin embargo en Shanghai ya se han empezado a tomar medidas en un intento desesperado por plantarle cara y se está haciendo, entre otras cosas, una transición salvaje hacia los métodos de transporte eléctricos.

Las motos y pseudomotos (palabra que uso para definir la cantidad de vehículos de dos y tres ruedas que no tienen porque encajar en la descripción de moto) que circulan por Shanghai solo pueden ser eléctricas, lo que reduce la contaminación, el ruido y deja unas imágenes nocturnas de parkings llenos de cables, enchufes y alargadores de lo más curiosa. Los coches llevan similar dinámica y aunque no están prohibidos los vehículos de motor de combustión, los coches eléctricos van arañando abruptamente su cuota de mercado. Marcas de las que desconocía todo como Kaiyun o Nio, pero que leyendo un poco ahora, están preparando su salto al resto del mundo. ¿Y el camino inverso? ¿No ha conseguido introducirse por ejemplo Tesla, en este emergente mercado? A duras penas y con escaso éxito. El gobierno chino tiene puestos de carga por todas partes que no funcionan para los modelos de Tesla que se ve obligado a desarrollar e implantar una infraestructura con todos los elementos en contra. Las predicciones están para romperlas, pero no parece que bajo esas fronteras tenga un futuro muy prometedor.

Shanghai se ha reconstruido en las últimas décadas para adaptarse y comandar a este nuevo mundo del que una vez perdió el dominio. Porque Shanghai fue uno de los puertos más importantes del mundo cuando su obligada apertura al mundo, tras perder la batalla del Opio y firmar el tratado de Nanking en 1842, cedió el control a los ingleses y desde allí se convirtió un mercado masivo de te, seda y porcelana en un negocio multimillonario. El dinero llama al dinero y se establecieron a su vera miles de negocios, industrias textiles, bancos, inmobiliarias� y decenas de países que vinieron detrás buscando su parte del pastel. De aquella época dorada que acabó que fue degenerando en una ciudad sin ley dominada por las mafias y los gangsteres quedan las concesiones, las zonas en las que se agrupaban los extranjeros y que traían con ellos un modo de vida y una arquitectura que ha perdurado hasta nuestros días. Entre ellas la concesión británica, la americana o la sin duda más famosa, la concesión francesa.

Es la Shanghai de los barrios, la de la ropa tendida y la vida vecinal, la de los puestos humeantes de dim sums, de la que sobrevive ese esqueleto de piedra gris y roja que dejaron los franceses para que los habitantes de Shanghai la habitaran. La arquitectura se fue entremezclando combinando elementos occidentales y orientales, creando algo único que se conoce como Shikumen. Imaginaos esa mezcla que cohabitó junto con teatros y hoteles de art Decó. Shanghai tuvo un pico de extrema belleza al que recordar con nostalgia pero sin complejos desde el presente.

Porque hoy Shanghai se puede vivir de muchas maneras, porque son muchas ciudades en una sola. Quizás la mas deslumbrante sea la Shanghai de rascacielos, vestida de noche, maquillada por neones e iluminados por luces y focos intermitentes. Los chinos desconocen el valor del minimalismo y la sobriedad. Si algo puede tener lucecitas estridentes, las tendrá. Si las luces estridentes pueden cambiar de color mil veces sin seguir ninguna lógica armónica y siendo un peligro para epilépticos, lo harán sin remordimientos. De alguna manera extraña esa horterada que aislada horrorizaría a alguien con un mínimo gusto funciona perfectamente como conjunto. La personalidad se crea en ese mar de luces caóticas acompañado por barcas de destellos fluor intermitentes. Son vistas como esa las que te llevan rápidamente a la estética del Asia más ecléctica, más emocionante.

Es este, el nuevo Pudong, un barrio ya consagrado aunque cambie constantemente de ídolos. Separado por el río Huangpu por donde cada día pasan miles de barcos de carga, se elevan con prisa los nuevos gigantes. Hace 10 años el skyline lo dominaban los 492 metros del Shanghai World Financial Centre, con su icónica forma que le había valido el sobrenombre de abrebotellas. Ahora este récord ha sido vapuleado por los 632 metros de la Torre de Shanghai, lo que lo colocan en el segundo rascacielos del mundo (aún a una distancia considerable del número 1, los 828 metros del Burj Khalifa en Dubai). Podemos hacer una comparación de escala: si el otro día os comentaba como Londres estaba dominado por The Shard con sus� 306 metros de altura. Suena ridículo, la desproporción es categórica, pero es una buena metáfora de la nueva China.

Queda otra Shanghai que desconocía casi por completo: la Shanghai religiosa de los templos, opacada por los brillos de Pudong. Es probable que no sea uno de los motivos por los que visitar exclusivamente Shanghai, pero una vez allí merece la pena recorrer muchos de sus templos, mayoritariamente budistas, aunque también se puedan encontrar algunas iglesias, mezquitas y otros templos. Son oasis de calma e incienso, pabellones de madera cargados de arte casi ocultos en el corazón de una ciudad trepidante que los asfixia. Pero resisten. Si hay que elegir me costaría entre el Templo del Budha de Jade y el de Longhua, pero es probable que por cercanía uno se acabe encontrando casi por azar con el de Jing�An. Insisto, guarden algunos minutos para conocerlos.

Hay otras zonas tradicionales que sin embargo han resistido peor a la presión turística. Lugares como Yuyuan Gardens que en sus orígenes fueron un remanso de paz ahora están sitiados por un enorme centro comercial en forma de edificios tradicionales comandado por un par de Starbucks y miles, miles y miles de turistas. Las hordas mayoritariamente chinas, armados con móviles con los que no es necesario disfrutar las vistas para ametrallarlas a fotos, hacen de este punto situado en lo que sería parte de la Old Town, algo falsamente tradicional. Si se quiere tener una idea del sabor de áreas más tradicionales, siempre se puede uno acercar a barrios como Qibao, o acercarse a otro puntos cercanos en tren como Tongli, Suzhou (no os perdáis el post de Claudia con quien coincidí casi de rebote en Shanghai) o Zhujiajiao. No os engañaré, no estaréis solos pero si puede uno imaginarse como de calmada era la vida entre los canales de esos pueblos.

(Imágenes de Tongli)

A pesar de ser la quinta vez que paso por China, estoy convencido de que no será la última, pues tengo en mente de una vez por todas, volver para recorrer y conocer esa otra china más rural que nada tiene que ver con la brillante Shanghai. Aún así supongo que seré incapaz de resistirme a su magnetismo y de alguna u otra manera me acabará arrastrando a volver a visitarla. A saber si la evolución, acelerada hasta limites insospechados, me permitirá entenderla e interpretarla, pero será fascinante el reto de intentarlo.

Para Lucy, por su hospitalidad y su tiempo para enseñarme una Shanghai que no habría podido descubrir por mi mismo.

Gracias también a Iberia, por haberme dado la posibilidad y la libertad de recorrer esta ciudad a mi aire como parte de su #IberiaExperience.

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