El descenso del Río Tsiribihina es parte de la expedición Remote River de IndigoBe: Web | Instagram | Email
El trocotro del motor indicaba que al fin nos poníamos en marcha. Tras la ajetreada carga de material, comida, hielo y tiendas de campaña por parte de la tripulación nuestro barco, una chaland de dos plantas, crujía mientras empezaba a deslizarse corriente abajo por las aguas rojizas del río Tsiribihina.
Mirando la vista atrás, había costado bastante llegar a ese primer y definitivo movimiento en que podíamos dar oficialmente por comenzado nuestro viaje por Madagascar. Hasta entonces, todo se había resumido en una larga sucesión de transportes que nos habían llevado, varios días después, hasta el embarcadero de Miandrivazo, a esa playa de arena y barcos.
Llegando a Miandrivazo
Comenzó con un largo viaje en avión con escala en Estambul hasta alcanzar Antananaribo, la capital del país y le siguió un día de viaje en 4×4 por carreteras decadentes. Costaba imaginar que estuviéramos circulando por la mejor arteria del país, la N-7.
Empecé a descubrir Madagascar así, desde el otro lado de la ventanilla del coche, en esas primeras horas en que los sentidos se esforzaban al máximo por suplir la desorientación, buscando a lo que aferrarse para minimizar el siempre existente shock que se produce al llegar a un nuevo país.
La capital, tras nuestro paso fugaz, desaparecía entre arrozales mientras nuestro conductor esquivaba motos, bicicletas, carros tirados por cebúes y decenas de personas. Algunas elegantemente vestidas para asistir a misa en algunas de las iglesias chaparritas que salpicaban todo el recorrido o mujeres en suave procesión transportando elegantemente todo tipo de cestos y mercancías sobre sus cabezas.
Mientras el paisaje se desvestía de los verdes de los arrozales y pasaba a los rojos de los suelos arcillosos y terrenos áridos, se intercalaban mercados donde las moscas buscaban (y hallaban) su hueco entre los mostradores de carne y entre ropas y artesanías los variopintos colores de las frutas encajaban perfectamente con la paleta del país.
Se sucedían los puestos ambulantes a orillas de la carretera, buscadores de oro en los ríos y la gente se amontonaba alrededor las furgonetas que hacían las veces de autobús, los taxi-brousse, cuyos techos servían para transporta absolutamente de todo: desde mercancías, bicicletas, maderas, ruedas, macutos y hasta – no exagero- cadáveres envueltos entre sábanas.
El río Tsiribihina
Habíamos alcanzado Miandrivazo de noche y ahora, ya desde en nuestra chaland sobre las aguas podíamos empezar a entender donde estábamos. El Tsiribihina se nutre principalmente de los ríos Sakeny, Mahajilo y el Mania que viajan desde las Tierras Altas en el centro del país hasta desembocar al Oeste en el estrecho de Mozambique. En este recorrido de más de 500 kilómetros arrastra arena y tierra arcillosa que le acaba dando su característico color marrón rojizo.
El Tsiribihina es una arteria gigantesca flanqueda en gran parte por orillas de arena y tierra que puede alcanzar en algunos puntos el kilómetro de ancho, y en una zona en la que apenas hay ni carreteras, ni puentes, la vida transcurre obligatoriamente por sus aguas. Podría engañarnos en muchos momentos la sensación de lugar remoto, pero bastaba con fijarnos un poco para encontrar siempre alguna diminutas barcas de madera, algún asentamientos o algún pequeño poblado escondidos entre la maleza, a algunos locales caminando por sus orillas y aprovechando el flujo del agua para bañarse, coger agua o lavar la ropa. El río es su autopista, el río es su mercado, el río es su terreno de juego.
El río es, en definitiva, su vida.
La etimología del nombre, Tsiribihina, como todo en este país, depende de a quién preguntes, porque lo mismo puede significar “agua que no se bebe” como “no te bañes que hay cocodrilos”. Cabe destacar que sea cual sea la respuesta correcta los locales las ignoran ambas. Y eso que sí es cierto que hay cocodrilos aunque no tuvimos la suerte de ver demasiados, algo que depende de muchos condicionantes más allá de la propia biología como la manera de realizar el descenso de las aguas. Si bien nosotros hicimos el recorrido en una cómoda chaland en la que poder moverse y estar bajo la sombra protegidos del inclemente sol, hay algunos visitantes que prefieren hacer el descenso en piragua.
Los contras son claros: falta de movilidad, y una gran solanera (te dejan unos cojines para tumbarte y un paraguas para protegerte del sol), pero a cambio viajas en silencio y ante la ausencia del runrun de un motor es más probable que veas fauna. Poco puedo opinar sin haberlo probado pero siendo una experiencia algo más extrema, no me importaría repetirlo de esa manera.
La movilidad y los tours por el río no han cambiado mucho en los últimos cien años, porque ya cuando era colonia francesa también se utilizaban las embarcaciones y piraguas para visitar las plantaciones de tabaco que aún pueden verse cerca de sus orillas.
El descenso
Nos esperaban casi 150 kilómetros y dos días y medio de viaje hasta alcanzar Belo Sur Tsiribihina cerca de su desembocadura. Este tiempo de descenso es aproximadamente igual independientemente de si lo realizas en piragua o a motor. En cambio remontarlo en piragua ayudado de largos palos con los que empujarse puede llevar una semana.
Hay zonas muy poco profundas y según la época del año es probable que haya que hacer muchísimo giros esquivando bancos de arena en los que de vez en cuando, inevitablemente, las embarcaciones se acaban quedando varadas. Algo bastante habitual que se soluciona a base de puro músculo. Bastaba con que algunos miembros de la tripulación bajaran al agua y resoplando consiguieran levantar ligeramente el barco para acabar de sacarlo de entre las arenas sumergidas.
Fueron dos días y medio de embelesamiento mirando un paisaje cambiante que iba transformándose en montañas, acantilados y bosques. Descender un río así, sin prisas, sin nada más que hacer que ver la vida pasar fue algo hipnótico. Lo sentí como un regalo en esta vida de inmediatez a la que nos vemos arrojados con demasiada frecuencia. Tanto desde las tumbonas de la parte superior de la chaland como junto al agua y con una taza de café en la parte inferior miraba embobado el mundo que rodeaba intentando entenderlo.
No todo el tiempo estuvimos a bordo. Nos bañamos bajo cascadas. Nos encontramos con nuestros primeros baobabs y nuestros primeros lémures. Las noches las pasamos atracados junto a bancos de arena donde se plantaban las tiendas para dormir junto al crepitar del fuego. Acampados en mitad de la nada, viendo el día desaparecer bajo la oscuridad, las nubes y las estrellas, escuchando el silencio que de vez en cuando se rompía por el motor de las chaland que remontaban el río. Cenando bajo la luz roja que evitaba a los mosquitos entre charlas, risas y bebidas que nunca nos importó demasiado que no acabaran de estar muy frías.
La realidad llegaba en muchas de las paradas en las que gente, que salía de no sabía muy bien donde, se nos arremolinaba cerca del barco. Al principio del viaje se nos había llamado la atención para que no estropeásemos las latas de bebida o las botellas de plástico que traíamos con nosotros. Eran precisamente estas, las que se nos reclamaban junto al chaland como si de un tesoro se tratase. En las aldeas son necesarias para guardar y almacenar alimentos. Fue una bofetada de realidad. En Madagascar todo tiene una segunda vida. Y una tercera. Y una cuarta… África se queda todo lo que no queremos en otras partes.
Begidro
Si hubo una parada que me gustó especialmente fue la visita a Begidro. Fue una sorpresa porque desde la orilla del Tsiribihina parecía que iban a ser tan solo unas cuantas casas, pero descubrimos rápidamente que tras esa primera hilera no había una aldea sino una pequeña y vibrante ciudad. Decenas de calles y callejuelas con puestos de comida que acababan en una bulliciosa plaza tomada por un animado mercado donde las frutas y verduras (y en menor medida algo de pescado y carne) acaparaban el protagonismo.
Centro médico, escuela y entre el barullo que uno podría imaginarse, decenas de mujeres con las caras decoradas con masonjoany. Esta es una de las tradiciones más extendidas por el país, donde se usa esta pasta a base de madera no solo como protector solar sino también de manera estética. No pude por menos que acordarme de como me había sorprendido muchos años antes de manera similar el thanaka birmano.
Fue ahí donde tuve el primer contacto real con los malgaches y su buen humor y simpatía. Aparecer por allí fue una revolución y agradezco enormemente que me dejaran acercarme a fotografiarlos. No compartíamos ni una palabra, pero siempre agradezco a mi cámara que me ayude a romper estas barreras lingüisticas.
Belo Sur Tsiribihina
Dos días y medio después, alcanzábamos el embarcadero de Belo Sur Tsiribihina y nos despedíamos de la tripulación con una última comida a bordo. El descenso había sido la forma perfecta de empezar a conocer el país… y lo mejor aún estaba por llegar.
Qué maravilla.
Más info: El Descenso del Tsiribihina ha sido parte de la Remote River Expedition de la agencia IndigoBe. También podéis seguir los artículos que está escribiendo de mi compi Isaac de Viajes Chavetas.
Un comentario en “Madagascar (I): El descenso del Tsiribihina”